Oración Fúnebre

Pronunciada por el R. P. Fray Julián Perdriel, prior del Convento de Predicadores de Buenos Aires, en las solemnes exequias que se celebraron en la Iglesia de Santo Domingo por el alma de la Señora Beata María Antonia de la Paz, el día 12 de julio de 1799.

Retrato de Mama Antula pintado por José de Salas, «el madrileño», que conoció a la beata. El retrato fue colocado en la Misa exequial en la que el Padre Perdriel pronunció la Oración Fúnebre.

Cuando murió Mama Antula el 7 de marzo de 1779 se cumplió su voluntad: fue enterrada muy sencillamente, sin ataúd ni funerales, en el camposanto de la antigua Iglesia de La Piedad.

Luego, el 12 de Julio, se realizaron las solemnes exequias y el fraile dominico Julián Perdriel pronunció la famosa Oración Fúnebre, que la pinta de cuerpo entero. La reproducimos a continuación.

Sepulcro Histórico Nacional de Mama Antula, donde descansan sus restos, Basíllica de La Piedad.

«Al fin, cristianos, la muerte cruel no satisfecha con haber ya tantas veces arrancando del seno de nuestras familias cuanto en ellas teníamos más amable, padres, hijos, esposos, amigos, caras prendas, pedazos del corazón, como para echar el resto de su insaciable voracidad, se entró inhumana en esta capital el día siete de marzo y, de un solo golpe, nos arrebató con violencia aquella mujer fuerte, que por cerca de veinte años, la edificó con su vida ejemplar, y la santificó por su extraordinario celo; aquella mujer sierva del Señor, sierva devota, sierva fiel y prudente, declarada mortal enemiga del vicio y de sus sombras; amante firme de la virtud y propagadora incansable de la devoción: aquella mujer fecunda en pensamientos de santidad; diestra y humilde al comunicarlos; intrépida y confiada en Dios para ejecutarlos; constante a todas las pruebas en la necesidad de sostenerlos; aquella mujer superior a su sexo, émula y aun vencedora del varonil, rara y singular; cuyo corazón se inflamaba cada momento en deseos de nuestra santificación. Sí, la muerte cruel, insensible a nuestra pena, sacó de la tierra de los vivientes aquella mujer…
Más, ¿para qué anda huyendo de nombrarla, si por último ha de sufrir el ánimo este torrente de amargura? Salgamos de una vez del paso: vino la muerte inexorable y acabó con la respetable vida de la Señora María Antonia de la Paz o, por llamarla con los nombres que la impuso su devoción y edificante exterior, murió la Señora Beata María Antonia de San José. Sácala Dios de en medio de nosotros, y quién sabe si porque no éramos dignos de ella y en grave castigo de nuestros pecados, ya no la vemos andar por esas calles, los pies descalzos, cubiertos de polvo y todo fatigado el aliento, conduciendo un cuerpo extenuado con rigurosas abstinencias, y mortificado con ásperos cilicios, toda ocupada en las solicitudes del amor de sus prójimos. Ya no admiramos aquel semblante modesto sin hipocresía, gracioso sin disipación, afable sin bajeza y sin interés. Ya no hieren nuestros oídos aquellos suspiros de lo íntimo de su angustiado espíritu, nuncios y desahogo a un tiempo mismo de su caridad. Su cuerpo yace sepultado como los demás entre la tierra de la parroquia de la Piedad; y su alma, su buena alma, partió al destino que Dios justo y misericordioso haya querido darle. ¡Oh, pesadumbre la que ha venido a recargar nuestro ánimo! ¡Oh, pérdida la que hemos hecho! Vosotros conocéis bien que más es para llorada que para encarecida, y yo añado que de los míos.
Porque, ¿quién podrá mejor medir el tamaño de esta pérdida irreparable, que vosotros mismos, regulándolo por el precio de los beneficios recibidos por su mediación? Así es que cada uno de nosotros, inspirado de la gratitud, formó su panegírico interrumpido de sollozos y de lágrimas
en el momento de su muerte y le repetiréis todas las veces que venga vuestra memoria la de cuánto debéis a la Señora Beata María Antonia de San José.

Celda 8 de la Santa Casa, donde murió Mama Antula: «En esta celda vivió la Venerable Sierva de Dios María Antonia de San José. En ella murió el 7 de marzo de 1799 a las 3 de la tarde».


Ahora mismo dirá el humilde campestre: “Murió la Madre. ¡Ah! ¡Bien vaya ella! Dios le pague su caridad. Por ella es que comencé a conocer a Dios, en su casa tomé aborrecimiento al pecado, y el gusto de la vida cristiana”, ¡Mujer santa! “Murió la madre santa –dirá reflexivo el hombre de negocios–. ¡Dios Santo! Por ella ordené yo las cuentas que temblando han rendido, aun los justos, al acreedor eterno.”
¡Mujer útil! “Allí fue –dirá la dama de placeres– donde yo advertí que los compraba al caro precio de llamas sin fin, y que la mortificación de que me dio ejemplo es el firme antemural de la inocencia.”
¡Mujer penitente! “Allí fue –dirá la doncella– donde yo me desenredé de unos lazos que me arrebataban a la perdición, donde vi el primer simulacro de santidad.”
¡Mujer virtuosa! “Allí fue –dirá el joven aturdido– donde yo recordé el sueño de los vicios, y conocí que mi locura había llegado hasta el extremo de creerme seguro en la orilla misma del precipicio”.
¡Mujer celosa de la salvación de sus hermanos! “Allí fue –dirá la devota espiritual– a sus cercanías, al suave olor de sus virtudes, donde tomé las primeras lecciones de la vida perfecta y comencé a correr tras las fragancias de los ungüentos del esposo”.
¡Mujer abstraída y escondida en Dios! “Murió la madre beata” –exclamarán los párrocos, los confesores, los sacerdotes–. ¡Ah, quién murió! Ella aliviaba nuestra carga, atraía nuestras ovejas, las alimentaba con pastos inmarcesibles, recreábalas con aguas de la fuente del Salvador.
¡Mujer apostólica! “Murió la madre beata” –dirán los magistrados, y las santas iglesias, los cleros y sus prelados, el negociante y el artesano, el noble y el plebeyo, el grande y el pequeño–.
¡Mujer necesaria! “Murió la madre beata” –gritará un clamor triste desde la embocadura del Río de la Plata hasta la garganta de los Andes, y, en concepto general, que raras veces se engaña, ejecutará la lengua para que pronuncie que se llevó Dios una mujer heroica, que arrebató la admiración más reflexiva: mujer piadosa por su virtud, mujer de espíritu por su fervor, útil por sus empresas, necesaria por su rara constancia en ejecutarlas, apostólica por su celo de la salvación de las almas… Y para acabar con un solo golpe de pincel todo el retrato, usurparán la expresión lacónica pero valiente de un historiador sagrado para decir que la Señora Beata María Antonia de San José fue, como la heroína de Betulia, por todos títulos famosísima: Et haec erat in omnibus famosissima [Y esta era por todos títulos famosísima].

2016, Beatificación de Mama Antula en Santiago del Estero.


Ved, pues, cómo nosotros mismos, fieles de todos los estados y condiciones, unidos, estrechados irresistiblemente por el beneficio y elocuentes por reconocimiento, seréis más que suficientes para formar su elogio si este pudiera limitarse únicamente a la enumeración de sus virtudes.
Más no es así, cristianos: otro fin más interesante nos congrega hoy a esta triste sagrada ceremonia. Si la fiel amistad, si el desempeño del agradecimiento público y el deseo de satisfacer una confianza hecha en los últimos períodos de la vida: si la caridad, si el cumplimiento de todas estas obligaciones juntas me han pedido que suba hoy a este lugar santo, a no solamente para que os hable de virtudes que practico, que vieron vuestros ojos, que tocaron vuestras manos, sino también y más principalmente por ver si acertaba mi tibieza a inflamaros de algún modo en su
imitación, diciéndoos quién fue, y para entrar de paso en cuentas con nosotros mismos, y ver por reflexión quiénes somos y cuáles debemos ser. Pero puesto que, en fuerza del trato, del conocimiento que tuvisteis de esta señora ejemplar, formasteis una idea tan vasta de su virtud, que es capaz por sí sola de arredrar al orador más animoso; tened a bien, que, dándome por vencido, deje a vuestro cuidado esta parte del panegírico; y que, mientras exclamáis allá en los transportes de un justo reconocimiento que la madre beata fue una mujer famosa a todas luces por su virtud, os haga yo ver que toda su celebridad provino de haberse conducido por los caminos del temor Santo de Dios. En menos palabras: la Señora Beata María Antonia de San José famosa porque temía mucho a Dios. Et haec erat in omnibus famosissima quoniam timebat Dominum valde. [Y esta era por todos títulos famosísima porque temía mucho al Señor. (Judit 8,8)]
Buen Dios, si respetando y obedeciendo el juicio infalible de la santa Iglesia, no doy ni quiero que se dé otra creencia a cuanto refiera en elogio de esta vida sierva que la que inspira una fe piadosa; si no busco por este medio sino vuestra gloria y la salvación de mis hermanos, debo sin duda contar seguro con vuestra gracia, y más cuando, confundido como el publicano, la pide un pecador, y por intercesión de la que quiso titularse madre de ellos. Ave María.

El Cardenal Primado de la Argentina Mario A. Poli, en un homenaje en el Sepulcro Histórico Nacional de Mama Antula, Basílica de La Piedad.

Cristianos: Decir que la Señora Beata María Antonia de San José supo temer a Dios, no es rebajar con un punto de alto concepto merecido por su extraordinaria cristiana conducta: al contrario, es manifestarlo justamente en toda su entereza. Es representárosla caminando al par de los varones más célebres en santidad, y que nos ofrece la sagrada historia de la Sinagoga y de la Iglesia. Heroico sacrificio el del Padre Abraham: la fe, la esperanza, la caridad, la obediencia, la mortificación, las virtudes más principales, y en el grado más sublime, parecen disputarse la gloria de haberlo producido. Pero el Nuncio celestial que suspende su ejecución, halla solamente su origen en el temor santo de Dios: nunc cognovit quod times Deum [Ahora conocí que temes al Señor]. Tobías marcha desde su niñez por las sendas de la justicia: jamás la abandona ni en medio de hermanos idólatras, ni en la corte de un rey infiel, que le cautiva, ni despojado de sus bienes, ni precisado a correr fugitivo con su familia, ni herido de una afligente enfermedad, ni condenado a muerte por el impío Senaquerib. ¿Y con qué coloridos se hace resaltar en los libros santos el cuadro de este justo perfecto a toda prueba? Únicamente con referir que el temor de Dios creció en él, que fue su compañero inseparable y la primera lección dada a su hijo desde los primeros días de su infancia: Nam cum ab infantia sua Deum timuerit, non est contristatus sed in timore Dei permansit… Filium suum ab infantia sua timere Deum docuit [Como desde su infancia había temido al Señor, no se angustió, sino que permaneció en el temor de Dios… Y a su hijo le enseñó desde la infancia a temer a Dios]. No demoremos, fieles míos; el colmo de la alabanza del perfecto sacerdote Simeón es decirnos que fue un varón timorato. Et homo iste justus et timoratus [Este hombre es justo y temeroso].
El mismo elogio se da a las primicias del cristianismo, que sepultaron e hicieron las exequias al protomártir Esteban: Curaverunt Stephanum viri timorati [A Estaban lo enterraron unos hombres piadosos]. Con el mismo elogio se conserva la memoria de los que echaban los fundamentos de la Iglesia, y la mantenían en paz en Judea, en Galilea, en Samaría: Edificabatur Eclesia ambulans in timore Domini [La Iglesia se establecía caminando en el temor de Señor]. ¿Igual es, fieles míos, este temor, que prepara los santos, que los forma, que los perfecciona, que los corona? ¡Ah! Vuestra instrucción previene ya mi pensamiento. Es el temor casto y filial, que nos convierte a Dios, enamorados, hechizados de la justicia y de la caridad, y que al fin es la caridad misma, don precioso del espíritu consolador, que expele el pecado, santifica el corazón, de suerte que nadie sin él podrá justificarse; se cría y nace con el justo, es la divisa de las almas fieles, la guía segura de las mujeres escogidas: cum electis faeminis graditur [Con sus frutos embriaga a sus fieles].
Pero pongamos como de bulto esta sagrada descripción del Eclesiástico en la buena, en la bellísima alma de María Antonia de San José. El temor casto de Dios la hizo constantemente ferverosa en la obra de su propia santificación: él mismo, convertido ya en amor, la hizo perfectamente celosa de la santificación de sus prójimos. División natural, hermanos míos, que abraza el capital de su elogio, y me ayudará a explicarme con método y claridad.

Retrato de Mama Antula pintado por José de Salas que escribió al pie del retrato: «Doña María Antonia de Paz, fundadora de esta casa, nació en la Ciudad de Santiago del Estero en el año 1730». En base a este retrato surge con posterioridad toda la iconografía de María Antonia de Paz y Figueroa

PRIMERA PARTE
¡Maravillosa, divina economía la que ejercita en un alma el temor santo de Dios! Su primera operación es enseñarla a reverenciar a Dios, como a su padre, y a que le subordine su
voluntad como a su señor. De aquí se siguen como efectos necesarios, no reconocer otro origen ni otro término de la propia excelencia, sino al Criador, y no aspirar a engrandecerse por medio de bienes exteriores. Si yo no he acertado a vestir está clara y sublime doctrina de mi angélico Doctor Santo Tomás, un ejemplo práctico viene en auxilio de su inteligencia: la Señora Beata María Antonia de San José.
Desprecio de sí mismo, desprecio de los honores, desprecio de riquezas son los sólidos cimientos que pone en su alma el temor santo de Dios para elevar con proporción, decoro y magnificencia el célebre edificio de su santificación. Si el hombre, a pesar de sus miserias, lleva siempre en su interior un fondo inagotable de soberbia, ésta no siempre es criminal. Verdaderamente tiene derecho de formar alto concepto de sí mismo cuando piensa en su origen y su destino: cuando quisiera que salió de Dios, como del principio de todas las cosas, y que fiel a su ley volverá a él, como el término de todos los entes racionales.
Este noble orgullo, bien lejos de ser reprensible, le es ordenado para que se gloríe en Dios, centro de infinita perfección, y no las criaturas miserables. Tales fueron los primeros sentimientos de la Señora Beata María Antonia de San José, luego que rayó en su alma la aurora de la razón. La ciudad de Santiago del Estero la ve nacer como una flor peregrina en medio de la campaña árida e inculta; la ve descollar como la palma lozana entre sus pequeños y tristes arbustos. Su alma se despliega desde luego por las potencias felices: entendimiento despejado, memoria tenaz de las máximas de la religión, voluntad pronta a armar al criador desde que le conoce; habita en un cuerpo proporcionado, un rostro hermoso, insinuante, pero modesto; agradable, pero majestuoso. Todo anuncia una niña criada para grandes empresas; convoca la noble juventud a disputarse su alianza, y da materia a la admiración y a los encomios.
Pero, ¡que inútiles para lisonjear un espíritu temeroso del juicio que Dios hará de sus acciones!
Ella, a impulsos de la divina gracia, sabe despreciar la obra y adorar la poderosa mano del Soberano Artífice que la formó.
Su buen talento, sus bellas luces no son a sus ojos sino sombras una vez que no la guíen a la luz inaccesible, a la sagrada hoguera de su Dios. La belleza corporal no es en su juicio otra cosa que lo que debía ser al nuestro: un testimonio de la propia fragilidad, una flor pasajera que se marchita, casi al momento de habernos encantado. No hace pues estimación alguna de las excelentes cualidades con las que distingue la naturaleza, ni el menor aprecio de las ventajas que pueda proporcionarle. Ella, como el sabio, conoce que la hermosura es vana y engañadora; y que la mujer temerosa de Dios, y de consiguiente humilde, es digna por esto solo de la mayor alabanza: Fallax gratia, vana est pulcritudo: mulier timens Deum, ipsa laudabitur [Engañosa es la gracia y vana la hermosura: solo la mujer que teme a Dios será la alabada].
Dádselas desde luego, oyentes míos; pero reservad otras mayores aun para engrandecer el menosprecio con quien mira la hermosura de su alma. Él, por una mágica reservada a sola la humildad, crece a medida que se eleva el coloso de su virtud. Así que la niña María Antonia vivía abstraída de las diversiones más inocentes de la infancia; que apena sale de ella, ya huye del comercio contagioso del mundo: que los momentos de su vida, se dividen en ocupaciones
domésticas, y meritorias, en piadosas lecturas, en oración frecuente y fervorosa: que el ejercicio de su espíritu sea una serie no interrumpida de acciones virtuosas, todo esto, oyentes míos, es un espectáculo de imitación para los hombres, de admiración para el mundo, de alabanza para los ángeles, más para ella lo es únicamente de humillación y menosprecio; que macere con ayunos diarios y rigurosos un cuerpo herido al golpe de la sangrienta disciplina y con la opresión del cilicio; que angustien su corazón vehementes deseos de la salvación eterna de los sus prójimos; que los fortifique y los recree con frecuencia de sacramentos siempre fructuoso; que a los quince años de su edad haga ya sus votos en presencia de los altares y vista el habito del grande Ignacio de Loyola para buscar como él la mayor gloria de Dios; que su primera jornada en la carrera de su santificación sea un salto a las sendas estrechas de la vida perfecta por donde no anda sino corre con pasos de gigante; todo esto, hermanos míos, son piedras preciosas, que se descubren por su propia brillantez, a pesar de sus esfuerzos para envolverla con las sombras de su humildad para apagarla con las obscuridades del desprecio. Que, inspirada de Dios para trabajar en su viña por medios y modos extraordinarios, lleve consigo a todas partes la gracia, y el modelo de fidelidad a ella, la exhortación y el ejemplo, la voz y la operación del Evangelio; que sea ella el instrumento eficaz y dichoso para enfrentar la disolución juvenil, reformar al cristiano, edificar al piadoso y fervorizar al timorato; todo esto, yo lo confieso, es suficiente, es sobrado para que eclesiásticos sabios, virtuosos y prudentes examinadores de su espíritu, divisen en María Antonia de San José, cuando menos, el bosquejo de las Catalinas de Sena y de las Teresas de Jesús.
Pero nada de esto basta en su concepto sino para creerse y manifestarse a una u otra persona de su confianza como mujer inútil, usurpadora del tiempo, tibia, pecadora endurecida. ¡Ah! ¡Con qué veras la oí decir un día (por cierto, para mi confusión) que jamás había hallado un predicador que la convirtiese! Cristianos: si hubiera sido prudencia sacarla de la persuasión tan fructuosa, como hija de la humildad, tan noble como descendiente de la caridad, “ve aquí el Varón de Dios”, la hubiera yo dicho. Pero ¿a qué fin? Yo realmente no veo qué lazos haya de aplicar su espada de dos filos: no descubro en campaña enemigos que haya de enseñarte a vencer. Tu cabeza despojada aun del adorno natural, tu cuerpo vestido pobre y groseramente, tus plantas hollando el duro suelo, deponen sin género de duda que ha ridiculizado desde tu niñez las pompas de un mundo vano y loco. El común enemigo si te presenta batallas es para retirarse en vergonzosa fuga, no pudiendo hacer frente a la fervorosa oración con que te has burlado tantas veces de su antigua saña.
Ni la carne acostumbrada a cantar sus victorias, casi por sus combates, será más feliz en sus rebeliones: ceñida con cuerdas, aniquilada con ayunos, sostenida apenas con manjares insípidos, yace más bien que vive sobre esa tosca y desaliñada tarima. ¿De quién, pues, y hacia quién ha de ser esta conversión? ¿Hacia Dios? Pero su ley te desvela, los novísimos te aterran, los trabajos te recrean, a Dios temes, a Dios amas, de él hablas en alta noche, con él te regalas al rayar la aurora, los pecadores buscas a todas horas del día.
¿Qué hay pues que hacer? Ea, retírese el obrero evangélico. Pero, pues ha venido, dé algún consuelo a ese tu desolado espíritu, ponga a término a esos ayes, enjugue esas lágrimas con que amargamente lloran las faltas ligeras en que incurre el justo, y que tu humildad confunde con las graves del frágil y del obstinado pecador.
A un tal convencimiento yo sé, oyentes, que ella hubiera o cerrado los oídos o sostenido a pie firme que él no tenía más apoyo que el errado concepto inspirado por la bondad que me supondría. El polvo y la ceniza, diría con el Eclesiástico, jamás tuvieron dotes sino despreciables: quid superbit pulvis et cinis? [¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza]. De este modo, no advirtiendo los quilates del oro y acordándose únicamente de la escoria con que sale de la mina, sin otras armas que la humildad y el desprecio, mantuvo una guerra obstinada contra sí misma, tan dichosa como la que declaró a los honores que se le tributaban.
Los que se hacían a la Señora Beata no eran aquellos con que respetamos la nobleza del nacimiento y honramos con esplendor y publicidad los empleos de primer orden. Estos, es verdad, se deben de justicia; las leyes humanas y divinas, las autorizan, las ordenan; pero no todos los que tienen un derecho externo a los honores, tienen un mérito real para exigirlo. Si con la sangre no se heredan las virtudes, los descendientes son la vergüenza de sus progenitores; si los cargos no se sirven con dignidad, los empleados se obedecen y respetan, pero interiormente se desprecian; como son despreciables las yerbas inútiles aunque estén colocadas sobre una elevada montaña. De aquí es que la estimación que hacemos de ellos, o es puramente exterior y forzada, o se sostiene no más que mientras dura la subordinación y el mando. Solo el respeto que damos o la verdadera virtud es sólido, se conserva y sigue con la duración de los tiempos. Porque no siendo ella pura obra de la educación, como piensan los incrédulos, es un destello de la divinidad, a quien, como autor de toda santidad, pagamos tributo de honor cuando lo hacemos a las personas virtuosas.
Cumpliendo, pues, con tan justa obligación, ¡qué muestras de honor no disteis a la Señora Beata, una vez conocida la solidez, la utilidad, la perseverancia de su virtud! Persuadidos por la experiencia de muchos años que no era del gremio de aquellos devotos y amargos resentidos, ni de aquellos de un natural acre, siempre dispuestos a transportarse sin discreción contra las menores faltas; que no era de aquellas, que tratando de virtud piensen tener el privilegio de ofender fácilmente, perdonar con dificultad y perseguir la ligera ofensa con una tenacidad indigna de la piedad escrupulosa que ostentan: cerciorados, cuantos la oyeron y trataron, de que su virtud era desinteresada, bienhechora, constante, ¡que respetos no le concilia este concepto! Reconocidos los pueblos por donde transita a la muchedumbre y excelencia de beneficios que les conduce, ¡cuántas pruebas no se empeñan en darle de su respetuoso, obsecuente agradecimiento! Efectivamente, María Antonia de San José entra en las ciudades, y luego que los prelados eclesiásticos examinan su vocación extraordinaria a un ministerio que sin pruebas no debió confiarle la prudencia humana, satisfechos de la fidelidad y discreción con que le llena, luego que los jefes seculares se convencen de que la Señora Beata no ha traído consigo sino la virtud, la paz y el buen orden, después de que cada familia, cada individuo mira su casa como el templo de donde sale justificado no solo el publicano sino el fariseo: ¡qué demostración de respeto y estimulación! Los príncipes de la Iglesia, sus autorizados vicegerentes, los dignos párrocos de las compañas y de las ciudades, los más distinguidos miembros de ambos cleros la oyen con aprecio, la visitan con frecuencia, la hacen árbitra de sus facultades en el modo posible, la animan, la consuelan con sus expresiones, con sus obras de caridad.
Los legados del monarca, sus imágenes, los depositarios de la suprema real autoridad se franquean, se complacen a su aproximación; ponen sus empleos, sus cuidados, sus empresas, sus futuros destinos a la sombra de las oraciones de María Antonia de San José. El estado sublime la trata con acatamiento, el medio la venera, el bajo casi la adora.
Oyentes: ¿y a qué fin esta memoria de los honores que hicisteis a nuestra respetable difunta sino para hacer resaltar más que no nos solicitó, que, si los aceptó con gratitud, también los ahogó entre los abatimientos de su humillación? ¡Qué tormento cuando las urgentes necesidades de la casa la exponen a la vista del público y en la precisión de acercarse a los palacios! “Yo solo sé (decía más de una vez) cuánto padezco esto. ¡Ah! No saben quién soy, no me tratan como merezco: sin duda, Dios lo permite así para bien de esta obra en que me puso; porque si no, ¿cómo me habían de estimar y respetar tanto?”
Tal es la efusión de nuestro corazón que se humilla al paso que Dios lo exalta; y tal era el de la Señora Beata María Antonia de San José. Despreciadora de las honras más bien merecidas, no se creía más que un vil gusanillo, el oprobio de los hombres, el menosprecio de los pueblos.
Si esto piensa de los honores mundanos, qué agrado, qué aprecio o, más bien, qué disgusto no recibe, ¡qué desprecio me hace de las viles riquezas de la tierra!
El apóstol san Pedro, habiendo abandonado por seguir al Salvador no más que una pequeña barca y sus redes, representa esta renuncia como un mérito grande y digno de recompensa. Es que no son las riquezas, como explica san Jerónimo, las que corrompen el corazón. El afecto desordenado a ellas es quien le pervierte, y le pierde, y este se aficiona, se une con igual vicio a los bienes escasos que a los opulentos. No me notéis, pues, que yo haga sujeto de alabanza el desprecio con que miró los suyos, aunque no cuantiosos, la Señora Beata María Antonia de San José.
Ella les habría despreciado igualmente si fuesen tantos cuantos anhela un corazón poseído por avaricia. Sabía muy bien que haberes terrenos y materiales son indignos de una criatura racional, nacida para poseer bienes espirituales y celestes: que ellos no pueden hacernos dichosos; que si los dejamos, el deseo nos atormenta, si los poseemos, la posesión nos disgusta; sabía que Dios mismo, que los distribuye de lo alto de su trono, los menosprecia, transportándolos de uno en otro como viles juguetes entre las manos de los mortales, que los prodiga muchas veces a sus enemigos y los rehúsa a los que le aman; sabía, finalmente, que las riquezas, después de ser pura vanidad, nos exponen a peligros reales, son verdaderos obstáculos, verdaderos impedimentos a nuestra salvación; heridas tantas veces muertas por el Hijo de Dios con terribles anatemas.
Estas máximas eternas, altamente radicadas en el corazón de la Señora Beata, la dan resolución e intrepidez para rehusar bodas ventajosas que la habrían conducido a la opulencia; la llevan a la dura prueba de desprenderse voluntariamente de sus joyas, de sus adornos, de sus muebles, de sus esclavos, de su propia habitación, de todos los bienes heredados de sus padres, que la constituían en estado de más que mediana comod idad; la elevan al heroísmo de amar, de buscar, de profesar no ya la pobreza en sumo grado, sino tocando los términos de la indigencia.
Nada sería más fácil que esforzar el convencimiento de esta verdad; pero es mucho más a lo que un solo golpe de vista divisaron vuestros ojos, que lo que pudiera numerar rápidamente mi lengua. Vosotros la visteis pobre en su lecho, en su vestido, en su habitación, aun en su aspecto y en sus modales. La visteis pedir de limosna su sepultura y funerales, visteis que el féretro mismo de la Señora Beata conducía como en triunfo la observante fiel, el modelo perfecto de la más rígida pobreza, del soberano desprecio de las riquezas, de los honores y de sí misma: medios de su santificación, operación divina del temor santo de Dios.
Veamos ahora este mismo temor refundido en caridad, empeñado a toda costa en la santificación de sus prójimos».

Oración fúnebre. Retratro de la madre beata – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: PPC Cono Sur, 2016.