En esta carta Mama Antula crea su bienaventuranza: Dichosos los que vean el regreso de los Jesuitas. Está segura de la inocencia y el regreso de la Compañía de Jesús a Buenos Aires, cosa que efectivamente ocurrirá en 1836. También comenta sobre El Nazareno y extraños sucesos ocurridos mientras reza.

Mi estimado Padre Gaspar:
He recibido con la debida estimación las dos últimas cartas de Vuestra Merced de 13 de noviembre del año próximo pasado y 6 de enero del presente, y todas las antecedentes, que me han sido y me son de muchísimo consuelo, no obstante que Su Majestad nos tiene todavía penando, que ni siquiera logro algunas noticias de por allá para cotejarlas con mis esperanzas, y aunque sean noticias tristes, también las quiero saber.
De todo hay en las citadas de Vuestra Merced; pues me dice en la de noviembre que, aunque el mundo se va desengañando de las cosas falsas que ha imputado a los Jesuitas, pero que todavía tiene algunos enemigos y por esto hay muchos obstáculos que vencer para su total restablecimiento. Mucho sentimiento me causa esta noticia; pero con todo eso mi esperanza está firme, y aun en la misma hora que se ejecutó la expulsión tuve como segura confianza de que volverían, poniendo los ojos en su inocencia, la que el Señor mira y no puede menos de volver por ella algún día.
¡Dichosos los que tal verán! Mis años son los que medio me acobardan de que no los veré, pero, en cuanto a su vuelta, eso no me es posible dudarlo, alegrándome sumamente que en el imperio de la Rusia, como Vuestra Merced me avisa, sean tan grandes los adelantos de la Compañía y de este solo motivo, cuando no tuviera otros, espero muchas resultas buenas.
Suelo mostrar las cartas de Vuestra Merced a personas de mi satisfacción, pero la de 6 de enero no he tenido valor para mostrar sino a dos; tanto es lo que me aflige, lo que en ella me dice Vuestra Merced de la desestimación con que están en ésa los sacerdotes, y que esto sea en parte por falta de ejemplaridad de sus vidas; cosa que no se puede pensar sin dolor. Acá, gracias a Dios, desde que llegué, conocí el lugar y estimación que se hacía a los sacerdotes; pero en el día, que casi será raro el que no he tratado de muy cerca o por mejor decir que no haya como pasado por mis manos, le digo a Vuestra Merced que son jesuitas cortados y que es un relicario esta clerecía.
Agradezco mucho el cajoncito de cosas buenas, que por mano de Don Agustín de Beristáin quedaba Vuestra Merced en mandarme, y quedo enterada de la repartición que he de hacer de las reliquias, en las que no veo, por su carta, ninguna para las Catalinas; y ellas me están cobrando y diciendo que Vuestra Merced les envía o les ha mandado. Yo no sé cómo sea esto, porque ya digo que en la carta no hay nada para ellas, y si en el cajoncito del canónigo les venía algo, no sé tampoco de ese cajoncito; según las facultades de Vuestra Merced y del canónigo hice lo que quise y lo que no quise también, porque el Dr. Solá se tomó la de Santa Catalina, sin dársela yo, y en breve se desparpajó la encomienda; pero cuando llegó a mis manos, ya venía bien desflorada y desparpajada.
Yo me hallo de salud bien intercadente, pero pronta a ir aunque sea a Flandes, si mi Dios quiere. Los Ejercicios siguen sin cortarse; entran con la misma multitud, y el fruto es preciso que sea bastante por la eficacia con que tantas almas claman para que se les admita.
Unas que al propósito hacen viajes para entrar, otras que se detienen si están de caminos; así siempre hay gentes nuevas en todas las semanas, y la Providencia de Dios subsiste con la misma abundancia. Sobre lo que me quedaría corta, por muchísimo que dijese, pues lo que con esto pasa, es sólo para visto.
Me hallo al presente con el consuelo de que esté aquí ya nuestro Ilustrísimo Obispo, que llegó a ésta la víspera de Pascua de Espíritu Santo y se fue en derechura a San Francisco, donde se mantendrá hasta que se acabe de componer la casa que ha de habitar. Yo lo visité algunos días después de su llegada en la portería; me recibió con agrado y la víspera de San Pedro me correspondió e hizo la primera visita; entró muy agradable diciéndome que no venía a otra cosa que animarme, alentarme y esforzarme y a convidarme para que fuese al otro día a la función en la que había de pontificar. Es cierto que sus primeras palabras, ni que se las hubieran enseñado para que me las dijese, no pudieron haber sido más adecuadas a los actuales sinsabores que afligían mi ánimo, y en el rato corto que tuvimos de conversación permitió Dios que le hablase con libertad de algunas cosas que medio me desahogaran.
A él le agradó mucho mi llaneza y verdad, y me prometió que, antes de mudarse a su casa, había de venir a verme una tarde entera. Visitó el oratorio, concedió muchas indulgencias, y en cuanto a las cosas u orden en que están los Ejercicios no ha hecho la más leve novedad.
Desde San Francisco, después que lo visité, me mandó decir con un clérigo que me previniese para ir a Montevideo, y el día que estuvo aquí también me habló de esto; pero no me señaló tiempo para mi ida; con que tengo ánimo la primera vez que lo vea de decirle que me señale el plazo o tiempo en que he de irme. Pero no sé cómo será este viaje, porque sé que el señor Virrey ha dicho que ínterin él esté mandando, no me ha de permitir salir de aquí. En este estado me hallo al presente; no sé quién de estos señores podrá más, como uno quiere que me quede y otro que he de salir; en fin, entre ellos determinarán.
Las ocupaciones de la persona que me escribe no dan lugar a decir todo lo que quisiera, sino un poquito de cada cosa. Les estimo a todos mis Padres sus memorias y sobre todo sus santas oraciones, que les suplico continúen siempre por mí con eficacia, para que en todo cumpla yo la voluntad de Dios. Esto pido a todos con mucho encarecimiento, y con especialidad a los que en particular me saludan, a los que corresponderá Vuestra Merced con el mismo afecto, sintiendo la falta de salud de mi amado sobrino.
Quedo advertida de lo que he de hacer cuando remita algún dinero para que vaya en derechura, y en cuanto al que mandó Don Ambrosio Funes, sólo sé que no es para Villafañe; procuraré saber para quién era y le avisaré a Vuestra Merced.
Me dice Vuestra Merced que le diga en qué iglesia tengo colocado a mi Jesús Nazareno; no lo tengo en ninguna iglesia de afuera, sino en mi oratorio; dos jueves de éstos lo he sacado a la calle; pero ha sido la admiración de todo el público, desde el Virrey hasta el más mínimo. Mucho hay que decir de mi Jesús Nazareno; pero es preciso decirle también algo de Manuelito el que Vuestra Merced me mandó. Es el hechizo de cuantos lo ven y si Vuestra Merced lo viera, no lo conociera; es muy letrado; de repente le da en decir “Esclavito, esclavito”, sin saber por qué y mirándolo después de tiempo de estos dichos con atención, hallo que por algunas peladuras que se le ha hecho al barniz, ha descubierto unas vetas casi negras, que parecen propiamente manchas de azotes con ramales; toda la cara la tiene como cruzada o marcada; los bracitos con unas señales de ligaduras de cordeles, como si las hubiesen hecho a propósito; y estoy con curiosidad de que Vuestra Merced sepa si la madera de que lo hicieron tiene vetas, porque es cosa particular. No deje Vuestra Merced de averiguado y avíseme en la primera ocasión.
Las instancias que Vuestra Merced me tiene hechas para que le avise algo de las cosas particulares que me pasan, me mueven a decirle siquiera ésta por ahora. Hablaba varias veces aquí con la Ramona sobre lo que me parecía, que antes de la venida de los Padres había de haber algunas señales en mi casa por el ejercicio en que estoy, y en la del administrador general de las pueblos de misiones de cuya casa estoy yo paredes de por medio, por estar el entendiendo también en cosas que habían sido de la Compañía.
Esto se mantenía en mi pensamiento como una certeza, de que había de haber señales; y el año de 84, a 6 de julio, estando yo en un cuarto, que tiene correspondencia al oratorio y ventana a la calle, con una buena alma que me suele venir a ver, serían como a las ocho de la noche o poco antes, oí un ruido de grillos al lado de la calle, arrimado a la misma ventana. Por entonces me compadecía deseando aliviar si pudiese aquel trabajo; paró este ruido, y de allí a media hora o tres cuartos volvieron a sonar esta vez en la ventana; esta segunda vez me conflicté o asusté toda, pareciéndome no ser cosa natural; pues, aunque antes se me había ofrecido pudiese ser algún preso, pero en frente de ese mismo lado está el hospital real, donde hay una guardia de soldados, y siendo una noche de luna tan clara como el día, no era creíble se les hubiese salido preso ninguno, sin que lo viesen, ni tenían a qué salir a aquella hora, ni hay más vecindario de ese lado de la ventana que el hospital. Pero no fue esto sólo: al día siguiente a las doce del día, estando yo en el propio cuarto, y por casualidad la misma persona de la noche antes también oí un rumor o murmullo en la misma ventana y seguido esto sin interrupción. Cayó allí mismo un peso tan horroroso, que todas las fuerzas humanas no serían bastantes a mover aquel peso tan extraordinario que había caído. Este ruido o golpe es inexplicable, porque no hay cosa que se pueda comparar; nos dejó suspensas o turbadas. Apenas pude decirle: ‘anda y ve qué es’. Ella salió al instante y dio vuelta a la parte de afuera y volvió prontamente, diciéndome que ni rastro de cosa alguna había en la calle.
Se extendió entre mi familia este cuento del ruido y llegó a oídos (por lo mucho que comunica mi casa) de la mujer del administrador. Con esta ocasión les empezó ella a decir que algún poco de tiempo antes de ese ruido de casa, había oído otros en su casa, y como a mi familia les oyese yo esto, procuré, para asegurarme mejor, informarme de la misma señora y me dijo que una madrugada, estando todavía en la cama ella y su marido, oyeron un ruido extrañísimo y queriendo medio explicármelo, me decía que, si todos los cristales y vidrios de la ciudad se diesen unos contra otros y se rompiesen, no sería ni sombra del estallido horroroso que oyeron; lo que les atemorizó tanto a los dos, que teniéndolo por algún aviso particular a sus conciencias, se decían uno a otro que cada uno tratase de componer su alma con Dios. Esto les sucedió por dos veces antes que en mi casa. La señora, que es muy cristiana y de las de distinción, atribuye esto a sus trabajos y yo a mis cosas reservadas de la Compañía. Todo esto comuniqué al Padre Toro, que es mi confesor, para que viese si tenía fundamento mi esperanza de la vuelta de la Compañía, y me dijo que sí, que tenía fundamento para esperar.
De estas cosas hay muchas que se pueden escribir, otras no; unas hay algo más antiguas que esta que le aviso a Vuestra Merced, pero de mayor consuelo, las que iré participando poco a poco y separadas de las cartas, para que, si no fuesen cosas que merezcan alguna atención, las eche al fuego. Vuestra Merced hará sus juicios sobre esto y me dirá lo que le parezca.
Muchas cosas se me quedan por responder de las de Vuestra Merced por el inconveniente que dejo dicho y porque a la una del día de mañana se cierran sin falta los cajones de pliegues; espero que para otro correo habrá más desahogo y sosiego. Todas las de mi familia y las otras señoras a quienes Vuestra Merced saluda, le corresponden con la misma voluntad, y yo quedo deseándole la mejor salud para que escriba Vuestra Merced siempre a su afectuosa y amante hermana en el Señor.
María Antonia de San José.
No son las Catalinas de Buenos Aires las que cobran las reliquias, sino las de Córdoba, y se le encomiendan mucho.
Ficha técnica.
- Fecha: 3 de julio de 1788
- Desde Buenos Aires
- De Mama Antula
- al Padre Juárez
- Idioma: Español
Cf. Blanco LXXV: ASR 215-224 y 271-272 (en castellano); G 70; B 82-86. Buenos Aires, 3 de julio de 1788.
Un comentario en “Carta 55 – De la Sierva de Dios al Padre Juárez (Buenos Aires, 3 de julio de 1788)”